. . .
A lo lejos divisé una luz amarilla difuminada por la niebla densa. Solía dormir plácidamente en los viajes, por lo que mi padre hacía mofa de lo que yo consideraba natural, a diferencia de esa extraña fascinación que manifestaban los demás antes los árboles, la maleza y las rocas que se repetían a manera de patrón gráfico similar a los que atormentan en las evaluaciones.
Teníamos un automóvil pequeño, en el que yo calzaba con exactitud. El ruido del motor era una canción de cuna para mí. Al tiempo que se combinaba con el meneo del auto por la irregularidad del camino me brindaban la sensación consoladora de ser arrullada, permitiéndome así, caer rendida en los brazos de Morfeo.
. . .